LOS TRES PALOS / REINALDO MARCHAT
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Siempre esos partidos eran aburridos, como el clima de las tres de la tarde, viscoso, la atmósfera pegadiza y esa canícula brutal que ardía en la mollera. Alrededor serpenteaba una lentitud de espanto. Apenas unos atrevidos caminaban un trecho con una botellita de líquido adherida a la comisura. A esa hora jugaba el equipo de la Tercera División, dando inicio a la larga jornada de la tarde. Y había que sacrificarse frente al calor montaraz. En eso consiste la pasión, el fútbol vital. Llegaba buena cantidad de público que desafiaba a esa pesada gelatina sin ventilación y se perdía la siesta del domingo; había motivo para ir a la cancha. Jugaba El Pájaro, un arquero sensacional, ágil, un poco loco, de físico esmirriado, huesudo, con una chasca desmedida, caótica, que le raspaba los hombros y le daba un aire de Sansón en decadencia; con fama de imbatible, de acróbata de los tres palos, atajaba como quería, con una mano, levantando una